LA VIOLENCIA POLÍTICA COMO PILAR IDEOLÓGICO
10 de agosto de 2021
Esta semana que pasó, la tendencia en redes y medios estuvo acaparada por un mito suburbano, recurrente y circunstancialmente reinventado, que vinculó sexualmente al Presidente con mujeres que habría recibido en la Quinta presidencial.
Por Nadia García
Esta semana que pasó, la tendencia en redes y medios estuvo acaparada por un mito suburbano, recurrente y circunstancialmente reinventado, que vinculó sexualmente al Presidente con mujeres que habría recibido en la Quinta presidencial. Comenzó mediante la publicación de recortes de la presunta lista de visitas oficiales a Olivos, en donde se encargaron de destacar la presencia de mujeres, de mediana edad e incuestionable hegemonía: flacas, coquetas, de las que podrían conseguir, con una simple búsqueda en internet, una foto con poca ropa. La conclusión, pensaron, se hacía sola, pero, por las dudas, se encargaron de que no haya lugar a especulaciones erradas o incompletas, y parte de la oposición se encargó de difundir la frase completa: “2+2=4: Alberto y sus gatos”.
La historia es tan burda como puede ofrecerlo nuestra realidad. Con el mandato de construir una operación política fundada en el cumplimiento o no de las medidas sanitarias en su momento más rígido, le dieron un arsenal de cuchillas a un conjunto de primates con atrofiado sentido para la orientación en tiempo y espacio. El alcance de las prohibiciones sanitarias en el ámbito de máximo poder político republicano, y en el seno de la residencia presidencial, devino en el vómito del más rancio discurso sobre los mecanismos de acceso a cualquier sala donde anide el poder.
Así, esta intrépida pandilla de antropoides escrutó 18 meses de planillitas de Excel, impresas y completadas a mano, que contenían visitas oficiales, buscando minas, gatos. Buscaban tetas, de esas que aún están firmes, culos que podrían o no haber ingresado apretados en una pollera. Buscaban cuerpos deseables, nombres que pudiesen fácilmente ser vinculables al deseo sexual, para independizarlos por completo del rol político que siempre nos cuestionan.
Y así, buscando el eco del escándalo que pueda traducirse en unos pares de votos, los diputados Fernando Iglesias y Waldo Wolff terminaron siendo objeto de un repudio social masivo al que se sumaron comunicadores y periodistas, de esos que tenían más ganas de discutir supuestos privilegios del poder democrático, antes que la violencia política machista.
En medio de denuncias cruzadas, una más que esperable exigencia de suspensión de los dos diputados de Juntos Por El Cambio, querellados por cometer "graves hechos de violencia psicológica, simbólica, mediática e institucional contra la mujer", según trascendió en distintos medios, el debate logró instalarse en estos últimos días, desplazando por completo a la discusión que, en verdad, estaban buscando anidar. Entonces, la defensa de las agraviadas, intentó dibujarse como un desvío de lo que suponían, y aún insisten, debe ser el tema central: si el Presidente podía o no realizar reuniones presenciales con representantes de sectores a los que considerase pertinentes, mientras el votante debía suspender la juntada multitudinaria que tenía planeada para su próximo cumpleaños, en pleno pico de contagios.
Lo cierto es que nadie tuvo que hacer esfuerzo alguno por correr el foco del debate que efectivamente preocupó a un porcentaje no menor del público, puesto que casi nadie ignoraba que los administradores del Estado suspendían menos reuniones que el vecino docente universitario, que aún continúa dictando clases mediante una plataforma virtual. Desde el principio, el escándalo planificado estaba, probablemente, destinado al fracaso, pero terminó de estrellarse por completo contra la pared de una indignación mayor: que todavía, en pleno 2021, el único argumento asequible para un puñado de hombres que, se supone, representan social, cultural y parlamentariamente a un conjunto de la población que los ha elegido democráticamente, se exprese a través de la publicación en redes sociales de fotos de estas mujeres, insinuando expresamente que nada más podrían tener para aportar que su sensualidad.
¿Cómo conversan esos hombres con las mujeres que integran su mismo espacio? ¿Qué valoración pueden hacer de los reclamos y necesidades de más de la mitad de la ciudadanía? ¿Cuántos varones más, en ese espacio político, en los otros, en los sindicatos, en las empresas, en los medios, en las organizaciones sociales, piensan que no tenemos absolutamente nada para aportar?
Algunas respuestas a estas preguntas pueden esbozarse a través de las propias experiencias, en donde este tipo de violencia política sigue siendo moneda corriente. La descalificación constante, la subestimación de nuestras capacidades, el doble examen que se nos exige rendir en cualquier ámbito, deriva siempre en un destino ficcional inexorable: arrodillarse por un lugar (de reconocimiento, de éxito, de poder).
Enarbolando un supuesto mérito propio, nos destinan a los senderos que, en sus imaginarios donde el sexo es un acto humillante antes que de consentido placer, se recorren únicamente de rodillas. Escondiendo incluso, sobre todo en estos dos infames casos, que son sus propias cualidades las que el pueblo debería poner en democrática tela de juicio, especialmente, teniendo en cuenta que Iglesias firmó en cuarto lugar en la lista encabezada por María Eugenia Vidal en la Ciudad de Buenos Aires, esperando renovar la cómoda silla desde la cual tuitea dándole rienda suelta a su propio odio.
El intento patoteril de deslegitimar identidades femeninas no es una novedad, y tampoco es una exclusividad de los espacios que consideramos la derecha del espectro político argentino, pero sí en estos últimos es un cimiento constitutivo el desprecio y la descalificación de aquellas personas que difieren del ideal simbólico del hombre de la política. La misoginia, así, se muestra ya no como un resabio de la formación costumbrista que, en más o en menos, nos ha atravesado a todos, todas y todes, sino como un pilar darwiniano sobre el cual se construye una identidad propia y un relato sobre la otredad.
El discurso que construyen en torno a la mujer no es, desde ya, distinto, a aquel que enarbolan sobre los pobres, los trabajadores organizados, los pueblos originarios, o los estudiantes movilizados. Es una verdadera epopeya de la superioridad en la que se invisten, desde la cual hablan y con la que hacen política, gobiernan y dictan leyes.
Es por ello que dentro de ese sector (que ideológicamente, solo podríamos rotular como el antiperonismo) no puede prosperar, más que en el limitado ámbito declarativo, la incorporación del concepto de violencia política, y la consecuente lucha por su erradicación. Porque donde exista un grupo que se perciba superior al resto, por su género, por la portación de su sexo biológico, por su orientación sexual, su color de piel, por el volumen de sus posesiones, subsistirá una desigualdad conceptual que solo encontrará formas violentas de manifestarse.
Muestra de ello es el escasísimo repudio interno que acarrearon las declaraciones de estos dos diputados, porque efectivamente, en un grado mayor o menor, existe allí un convencimiento compartido de que las mujeres, o ciertas mujeres, tienen una única cosa para ofrecer.
Por suerte (es decir, gracias al producto visible de siglos de militancia por construir mayores niveles de igualdad) el verdadero escándalo de los días subsiguientes a lo que los medios afines a la coalición opositora calificaron como exabrupto, fue el profundo odio sexista que se dejó traslucir con absoluta y pasiva naturalidad, y que ahora es pobremente defendido, inexplicablemente justificado o, incluso, minimizado, porque la verdadera incógnita que aún intentan revelar es para qué una mujer se reuniría con un presidente.
Lo que para ellos es una expresión de sus más profundas convicciones, deslizada torpemente por dos diputados empeñados en manejar sus propias redes sociales, para el resto de la comunidad debe necesariamente constituirse en un hecho de violencia política inexcusable, que si no logra la suspensión y el desafuero de los parlamentarios, debe al menos transformarse en una advertencia democrática que merme la capacidad de representación de quienes, en verdad, solo pueden encarnar la defensa de sus propios intereses, y de un grupo minoritario que ostenta sus mismos privilegios, de género y de clase.