MENOS PUNITIVISMO Y MÁS JUSTICIA FEMINISTA
03 de mayo de 2021
En la anterior entrega te contamos algo del caso de Cristina, que después de tanta espera, a fines de este mes empezará a resolver la justicia tucumana. Eso, siempre y cuando, el COVID y las medidas preventivas no se usen de excusa para seguir dilatando el proceso. Desde estas páginas, contamos por qué nos corremos de los pedidos de castigo y demandamos justicia.
Por Consejería de Asesoramiento y Acompañamiento – Frente de Igualdad de Géneros Descamisadxs C.A.B.A
La tarea que asumimos desde este espacio es visibilizar y replicar las historias que quieren acallar, para que nunca más se pueda mirar para el costado. Como ya contamos en otra nota de este medio[1], Cristina sufrió abuso sexual intrafamiliar, desde muy pequeña y por muchos años, cuando vivía con su familia adoptiva en una zona casi rural de Tucumán. Ahora, hace cuatro años que lleva su propia causa contra quienes abusaron de ella, y sostiene en alto la bandera de buscar justicia, y no venganza.
En estas líneas vamos a hablar un poco de su caso y de la diferencia entre una cosa y otra.
¿Quién tiene la culpa del punitivismo?
Desde los derechos de los privados de su libertad, las responsabilidades de quienes delinquen a la luz del día, hasta acusaciones cruzadas de corrupción y un aluvión de críticas sobre el poder judicial: cómo se construye la cancha del punitivismo donde todes nos pateamos la pelota.
El derecho penal es una de las grietas que trasciende los ámbitos académicos y de práctica jurídica, y se instala con fuerza en los medios de comunicación, en los reclamos sociales, y, por supuesto, en las plataformas políticas… Un ejemplo es cómo se le endilga directamente en muchos casos al feminismo. De hecho, si escribimos en el buscador de google “punitivismo”, las primeras decenas de resultados nos remitirán a su asociación con el feminismo, o a ópticas “con o sin perspectiva de género”.
Pareciera que solo existe en relación las opiniones sobre femicidios, violencia “doméstica”, excarcelaciones de agresores sexuales, escraches de redes sociales. Quizás de mala gana, pero pagamos multas de tránsito sin hablar de punitivismo. En los canales de televisión hablan abiertamente del pedido de cárcel para unos y otros políticos, y tampoco le llaman punitivismo. Cada tanto, en alguna red social, una publicación obstinada, con tenaz resistencia al olvido, nos recuerda que en la Argentina hay presas y presos políticos. Quizás, hasta (ojalá), le damos un like y todo. Pero del punitivismo, ni noticias.
Ya sabemos que lo que no se nombra no existe, y con eso juegan los medios, los formadores de opinión pública, y a veces hasta la justicia. Así las cosas, difícil es no terminar concluyendo que hay un vínculo casi exclusivo entre el punitivismo y el feminismo. Quizás, entonces, lo que existe es un antipunitivismo selectivo, que solo aparece en el momento en que una feminista pida justicia.
Aparecemos normalmente las mujeres como las únicas que demandan el poder punitivo. Y mientras convivimos en un espacio donde la (supuesta) cultura de la cancelación es un debate constante, y los linchamientos a los pungas de celulares un dato de la realidad inevitable. Se nos llama a las feministas las censuradoras, las castigadoras, mientras que en el resto de los campos no se le pone nombre y es suficiente para sumergirlo en esa sensación de naturalización que tan bien algunes saben armar. Bajo el lema de ser “víctimas de la corrección política” ignoran que, hoy en día, el feminismo es el único campo que se anima a traer a colación una crítica al castigo, casi tan antigua como lo es la punición misma.
Será que el verdadero drama en las desigualdades de estos abordajes redunda en la apreciación histórica y social de cada uno de los delitos: ¿quizás el escrache en redes sociales resulte desproporcionado en relación a un abuso sexual, mientras que la persecución en grupo y posterior golpiza colectiva guarde una relación absolutamente proporcional con el delito de saquear bolsillos en las vías de un tren?
Pero vamos a lo concreto:
Un ejemplo claro es Cristina. No fue víctima de un asalto, no la estafaron en la familia: nada más fue abusada sexualmente por sus hermanos adoptivos, desde los nueve años, y obligada a irse de su casa porque no pensaban cesar. A Cristina le robaron la infancia, pero eso no se castiga tan fácil.
Cuando se quiso comunicar con sus vecinos, para que la asistieran a salir del domicilio, pesó más “la opinión pública”, el no creer que los vecinos que vivían hace tantos años ahí al lado o a pocas cuadras pudieran cometer o permitir un abuso sexual. Dos causas y una década después, siguen sin asumir que quienes dicen la verdad son las mujeres que denuncian, y no los pensamientos que asumen que deben ser buena gente.
Mismo al día de hoy, con una causa con su nombre llegando a juicio en breve (recordemos que el 26 y el 27 de mayo va a tener lugar en los Tribunales de San Miguel de Tucumán), es ella quien debe cuidarse de no usar sus nombres en público, no usar la palabra “violación” abiertamente, aun cuando más de una ronda de pericias la avala, porque puede caer en una denuncia por difamación. Lo que sería, no llamar a las cosas por su nombre para no manchar un buen nombre y honor…. Un buen nombre construido a fuerza de ignorar las conductas, y un honor sumamente cuestionable en más de un ámbito.
Podemos pensar entonces en cómo se ejerce esa punición, y quién la puede activar. Aunque, en realidad, la mayoría de las víctimas de estos abusos no opta por la justicia de motu propio, sino que, comúnmente, acuden a los dispositivos administradores de justicia, suelen ser medidos con idéntica vara un escrache en redes sociales que una manifestación en tribunales exigiendo medidas de protección para una denunciante. No importa cuántas denuncias se hayan hecho, qué tan probados estén los delitos, si exigimos justicia seguimos siendo las locas, las indisciplinadas, las que no se callan.
El problema no es el punitivismo en el feminismo: es el choque de esa cultura milenaria, que nos deja en un lugar de sumisión y recepción del castigo por desviarnos de un camino preestablecido, pero que genera fuertes alarmas cuando somos nosotras las que gritan. Tanto cuando reclamamos la sanción legal por el ataque a nuestra integridad, como cuando alzamos la voz para exigir que las instituciones funcionen, como si estuviéramos tomando la justicia en las manos propias.
El punitivismo no está mal visto por la sociedad, lo que está mal visto es que exijamos justicia. El punitivismo tiene un consenso social amplio y, fortalecido por su instalación histórica, es una herramienta de uso cotidiano en cualquier lado y bastante sostenido por el sistema. Lo que sí tiene mala fama, es el feminismo.
La Justicia por voz propia
Tal vez sea posible encontrar, además, una relación entre quienes sí pueden castigar y quienes ejercen un rol de disciplinamiento: el vecino que ostenta una (mínima) propiedad adquiere un derecho a la sanción por mano propia de aquel que ose ponerla en juego; pero la mujer que experimente un menoscabo en su integridad, debe esperar a los tiempos de la justicia, no puede hablar siquiera de ello hasta que no haya “pruebas suficientes”. Y acatar esos tiempos, en silencio y disciplinada, tranquilamente, no importa lo largos y demorados que sean.
El único debate que vemos, así, abierto es si una persona violada tiene o no derecho a impulsar su causa judicial de forma pública, colectiva y organizada, en tanto que hablar de la pena presuntiva para un abusador es tomado como punitivismo, como castigo, como venganza.
Cristina, por hablar de una entre tantas, terminó por mudarse de provincia, por alejarse de todo tejido social con el que creciera, por el desarraigo, por las amenazas constantes con las que vivía en su espacio. Ella misma nos indica que no puede moverse libremente, que no puede ir a su Tucumán tranquila. Mientras tanto, las personas que la lastimaron pagaron una fianza y tienen total libertad ambulatoria, entran y salen a gusto y piacere de la provincia, y nadie puede confirmar si del país. La discusión no es la libertad ambulatoria, si proceden o no las multas (también una pena económica que aumenta la brecha de desigualdades: el que tiene para pagar la multa, podrá trasgredir la norma a cambio de unos billetes). La discusión es sobre qué tan en serio se toman los procesos cuando el objeto del hecho es un avance sobre un cuerpo cuya propiedad aún está en disputa, y qué tanto valen nuestras voces para protegerlos.
Confundir la búsqueda de justicia con un pedido de ampliación del poder punitivo, también es una estrategia tendiente a silenciar los reclamos que, todavía, genera incomodidad escuchar. Una forma de asegurar impunidad a través del uso falaz de ideales nobles, no pocas veces mal entendidos, y siempre peor aplicados. Lidiar con esa contradicción es también lo que nos ayuda a comprender que cuando una persona se acerca por ayuda a una Consejería, no está buscando un análisis sobre las teorías de la abolición de la pena. Está pidiendo, desesperadamente, una mano compañera, una ayuda, una escucha. Porque si la práctica la ha dejado en banda con su reclamo, imaginen lo poco (o nada) que viene haciendo l
[1]https://ovejanegramedios.com.ar/lo-que-decimos-y-lo-que-no-quieren-escuchar.html