Oveja Negra

UN PODER JUDICIAL CADA DÍA MÁS ALEJADO DE QUIENES SUFREN INJUSTICIAS


16 de mayo de 2022

Oveja Negra

Las últimas semanas, colmaron los medios de comunicación numerosas noticias protagonizadas por agentes del Poder Judicial, principalmente, por la Corte Suprema, posicionamientos políticos sobre su actuar, y proyectos para cambiar estructuras que la mayoría de la población no tiene ni la menor idea de cómo funcionan, para qué sirven o por qué deberían importarnos. ¿Deberían importarnos?

Por Nadia García

 

La indemnización que te adeudan de un trabajo anterior. La cuota alimentaria de tu pibe y régimen de crianza con el/la otro progenitor. La interpretación de esa cláusula de dudosa legalidad en tu contrato firmado mientras las inmobiliarias usaban de papel higiénico la Ley de Alquileres. La sucesión de tu abuelo para dividir entre una decena de herederos esa parcela de tierra que se podía adquirir en épocas mejores. La denuncia de violencia que hizo tu amiga cuando el ex amenazó con tirarle la puerta abajo y molerla a palos si no le abría. El reclamo de tu tío que tuvo un accidente de tránsito con consecuencias económicas y en su salud, de las que ninguna aseguradora quiere hacerse cargo.

Todas esas cosas, y una larga lista de otras, terminan en los estrados de algún juzgado, a merced del análisis consciente de un juez o jueza, que, se supone, debe tomar una decisión más o menos definitiva en un tiempo que se presume prudencial. Si esa decisión, técnicamente denominada “sentencia”, no deja contenta a alguna de las partes, mediante la presentación de un recurso el caso puede terminar en los escritorios de otro conjunto de jueces. Y así, sorteando instancias, si el descontento persiste, puede terminar en ese piso del Palacio situado en Talcahuano al 500, en uno de los corazones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, o, como ha sucedido recientemente, en las conexiones virtuales de Zoom que permiten a los integrantes de la Corte Suprema analizar qué pasó y ser quienes dicten una solución más final que las anteriores.

A pesar de que el Poder Judicial, en tanto expresión de un sistema de organización social que prevé la solución de casi cualquier conflicto humano, está constantemente inmiscuido en la vida civil de todos, todas y todes, las novedades sobre su organización o disputas por el poder de ocupar esos jugosos espacios, suelen pasar desapercibidas de la cotidianeidad de un pueblo que, a primera vista, tiene muchas otras prioridades no resueltas como para preocuparse por la “rosca judicial”.

Maximé en tiempos como el que nos toca atravesar en la actualidad, donde la apatía política crece al ritmo del índice de precios de los alimentos, y la esperanza en un sistema de representación con capacidad real de dar soluciones, se desdibuja al ritmo que decrece el poder adquisitivo de los salarios. Descreer de la política no es otra cosa que perder toda fe viva en el sistema democrático, al cual le es intrínseco un Poder Judicial que revista determinadas características (independencia, transparencia, etc., etc., etc.).

Y sí: nunca fue fácil, y a veces, como ahora, es todavía más difícil, entender, asimilar y transmitir que, en aras de instalar ideas que sean un poco más afines a nuestras esperanzas que las que hoy nos rigen, de imaginar un mundo que sea un poco menos injusto y un país que sea cada vez menos desigual, los movimientos de los actores que encarnan al Poder Judicial no esconden intereses totalmente ajenos a los nuestros, los de nuestra familia, nuestro sindicato, nuestra ocupación y nuestros afectos. Sino que, en todo caso, esos intereses pueden estar corporativamente contrapuestos a los nuestros.

Sobre todo teniendo en cuenta la sobreabundancia de lecturas simplistas que implican que cualquier programa político que intente dar esta pelea parte de un interés meramente individual en favorecer a un sujeto determinado, con lo que parecieran movimientos de ajedrez en un tablero al que nunca nos vamos a subir. Consecuencia indirecta del Lawfare o guerra jurídica: primero se tiran las causas por la cabeza, aunque sean tan truchas que la mayoría no pasa una instancia de investigación -de esas que, llamativamente, no pueden demorar menos que algunos años-, y, luego, viene la acusación de querer lograr, únicamente, impunidad en esas mismas causas, cuando se propone, por ejemplo, un proyecto democratizador de la propia justicia. La cancha ya ni siquiera está sólo embarrada: es completamente un terreno de arenas movedizas.

La encerrona es perfecta. Y funciona a la perfección, tanto así que mientras se suceden esas instancias de investigación, para ver qué tan factibles son esos hechos políticamente denunciados, pueden verse pasar unos pares de elecciones democráticas. Cuando llega la desestimación formal de la denuncia, el daño ya está consolidado, el tiempo ha hecho lo suyo en la subjetividad colectiva moldeada por las corporaciones de la comunicación hegemónica, y la palabra impunidad queda flotando en el aire cuando alguien de la dirigencia política asume la valentía necesaria para decir “che, este Poder Judicial no se parece tanto al ideal de Justicia que pregonamos”.

Hoy en día la discusión necesaria de “la justicia” como brazo del sistema republicano, está aún unos escalones más abajo de su batalla hermana, la política como herramienta transformadora versus “todo-da-lo-mismo”. Y mientras crece el desinterés y se fortalece el individualismo como lógica inequívoca del progreso, también concebido como meta individual, es la misma Justicia de antes, y de siempre, la que sigue resolviendo aspectos de nuestra vida que no nos pasan tan por el costado: las indemnizaciones laborales, los constantes fraudes a los derechos de trabajadores, los regímenes de familia, los contratos de alquiler, el abordaje de cualquier tipo de violencia, las causas penales de la dirigencia política, pero también las de los pibes y pibas de nuestros barrios.

La configuración de “La Justicia” como un estandarte de la moral ideal, encarnado en un linaje de sujetos que cada vez nos parece un poco más ajeno, lejano, y, por supuesto, habitantes de una abstracción que se encuentra a años luz de la resolución de los problemas reales que nos aquejan, es otro triunfo más del discurso neoliberal que prescindirá, si es necesario, de uno u otro partido político, con la misma facilidad que podría descartar, a gusto y piacere, a cuantos jueces y juezas no le sean funcionales.

Para colmo de males, existe una enraizada costumbre jurídica de expresarse en un lenguaje absolutamente incomprensible para la mayoría de las personas que no están familiarizadas con el peculiar diccionario legalista, que se traduce también en los moldeamientos de las estructuras que organizan ese poder. No es ninguna novedad que, recientemente, el Consejo de la Magistratura fue objeto de numerosos titulares, sin perjuicio de lo cual me atrevo a asegurar que la mayoría ignoramos, durante toda o gran parte de nuestra vida, qué es, para qué sirve, dónde se encuentra físicamente ubicado.

Y ese alejamiento del interés real ciudadano (que sería de un completo esnobismo intelectual calificar de voluntaria y deliberada ignorancia) es aprovechado por quienes se nutren de esa distancia infranqueable entre el pueblo y las estructuras de la propia democracia. Para ir al caso de ejemplo, el Consejo de la Magistratura es un órgano mixto, es decir un grupo de personas con características particulares, que se encarga, entre otras cosas, del control del funcionamiento del Poder Judicial, la administración de su presupuesto, la selección de jueces para ser designados, la sanción de aquellos que no se han comportado de la forma esperada, e incluso el procedimiento de remoción de los mismos. Es decir que tiene bajo su órbita el funcionamiento del conjunto del Poder Judicial, menos el de la Corte Suprema.

Cierto es, como hemos tenido posibilidad de recordar, sobre todo mediante redes sociales y algún que otro medio de comunicación, que “El Supremo Rosatti”, a quienes quizás recuerden de películas como “los jueces de Corte designados por decreto de Macri” o “el Juez que se votó a sí mismo para presidir la Corte”, mediante un fallo de fines del año pasado, había declarado que la conformación de este Consejo de la Magistratura estaba mal, y había que modificarla porque era desequilibrada.

Ahora bien, ¿dijo esto porque todas las personas que integran el Consejo son profesionales del derecho? ¿Faltaba representación popular de los amplios sectores que son justiciables? ¿Carecía el Consejo de la Magistratura de perspectiva de género? ¿Advirtió una ausencia de representación federal porque, mayormente, sus integrantes provenían del hegemónico núcleo urbano que rodea el Obelisco?

Todas esas críticas son ciertas y pueden ser profundizadas, pero no fueron el fundamento de su decisión, sino que el desequilibrio advertido se fundaba en que “la mayoría (de los miembros del Consejo) vienen de la política”. Cierto es que la composición engloba un número cerrado de diputados y senadores, más un representante del Poder Ejecutivo Nacional, que, a primera vista, supera cuantitativamente a los demás miembros del Consejo. Es decir, que había “más políticos que técnicos”, como si ambos términos fuesen excluyentes, incompatibles, y como si los únicos sujetos que defienden intereses sean los que ostentan una pertenencia partidaria, la cual, además, presume homologable. Enfrentaron así a “la política” versus “el derecho”, colocando a éste último como pretencioso sinónimo de justicia, transparencia y neutralidad.

Sin embargo, el análisis así planteado no es más que una falacia: los representantes de ambas cámaras del Congreso no votan al unísono dentro del Consejo de la Magistratura, ni necesariamente a tono con el representante del PEN. Por el contrario, se encuentran generalmente divididos en sus votos, mientras que el ala que representa al Poder Judicial se dibuja más alineada con quienes hoy se definen como oposición política al gobierno. Pero que hasta ayer nomás eran oficialismo. Y destituían jueces.

Más allá de cualquier realidad fáctica, se conjugan en el argumento de la Corte los dos elementos que dan lugar a las maniobras impunes de un poder que, históricamente, se elige y se regula a sí mismo a espaldas de cualquier opinión ciudadana: la política como una definición peyorativa circunscripta a lo meramente partidario, y la certeza de saber que el campo de juego es una abstracción tal que a nadie puede legítimamente interesarle. Los fundamentos se escriben ante la duda de que alguien entre a leer, a sabiendas de que la mayoría no encontrará tiempo ni provecho en hacerlo.

Así, haciendo uso de estos elementos, Rosatti se colocó, también, al frente del Consejo de la Magistratura, no sin antes darle un plazo al Congreso Nacional para que elabore y apruebe la reforma que habría evitado la efectiva autodesignación que hizo despertar muy twitteros a gran parte de la dirigencia política a mediados del pasado abril. Lo cierto es que, si bien Senadores llegó a cumplir esa tarea, la Cámara Baja debió excusarse por no haber tenido el tiempo suficiente para discutir un proyecto que habría evitado el caos posterior. La moraleja debe ser que cualquier terreno en disputa que se abandone, en las condiciones actuales, queda francamente cedido al avance sin titubeos del enemigo.

Actualmente, menos de un mes después de este conflicto, y mientras continúa el revoleo de causas judiciales en relación al Consejo de la Magistratura, la discusión legislativa fue llevada por el oficicialismo al terreno de la ampliación de la Corte Suprema. Danzan, así, tres proyectos, solo uno de los cuales pertenece al Frente de Todos, que proponen poner en crisis la escasa representación federal del máximo órgano judicial, su conformación eminentemente masculina, y la composición formativa de sus miembros (enfatizando la necesidad de una representación multiárea con jueces y juezas del fuero laboral, de la seguridad social, de lo civil, del mundo penal, etc.).

Quizás estemos ante la chance efectiva de llevar el debate al seno de un pueblo con muchas necesidades insatisfechas, no pocas de las cuales se terminan resolviendo, de forma directa o indirecta, en los escritorios del Poder Judicial.

Mientras se nutren de marketing los discursos de reformas laborales flexibilizadoras, y modificaciones fiscales que solo favorecerían la concentración obscena de riquezas en poquísimos bolsillos, se hace cada vez más necesaria la presencia de jueces y juezas que encarnen un compromiso democrático transformador, capaces de interpretar normas como algo más que disposiciones pétreas y autónomas del concepto de justicia social, y que no permitan que sus juzgados se transformen en campos de batalla donde la Argentina es la constante y única vencida. Para eso, también necesitamos recuperar la audacia política indispensable para poner sobre la mesa la discusión de una reforma judicial que sea capaz de incluir los reclamos que no resolverá por sí sola la política, aún si tuviese voluntad de sobra.

 

 

 

 

 

 

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