DESPINAREMOS ROSAS
12 de marzo de 2018
Por Flor de la Jarilla - Macarena Altamiranda
Un día nació mi abuela y con ella, del útero de su madre, salió también la sumisión. Mi abuela, la que parió cinco hijos pero crio veinte, amasando el pan de las lágrimas con las espaldas golpeadas porque el compañero era también el verdugo. La que escondió a sus hijas en el fondo de la chacra para que no se levantaran las polleras, y se les metiera la vergüenza entre las piernas. La que aguantó los manoseos del patrón, y hasta le parió un hijo porque era tan sumisa que ni los ovarios la dejaban escupir el dolor. Mi abuela, la que vino del norte, la de la cara de india, la de la boca seca. Oprimida por mujer, y más por pobre, y más por migrante, y más por analfabeta. La que hablaba una lengua de piedritas cayendo por un cerro. A la que nadie quería escuchar. Y asomando la cabeza por una mesa llena de empanadas recién cortadas, yo la miraba.
Un día nació mi madre y de los pechos de su madre, ella mamó la culpa. Mi madre, la que alguna vez fue a la escuela, pero después se casó y a sus cuadernos se los comieron las polillas. La que salió a trabajar lagrimeando porque a los hijos que dejaba en la casa solo los cuidaba el Jesús colgado de la pared. La que trabajaba el doble y cobraba la mitad. La que escuchó reproches de la sombra presente de mi padre, el doblemente policía, en la calle y en la casa, porque las madres son blandas y los hijos terminan por descarriarse. Mi madre, la que se pinchaba los dedos del sueño, mientras se quedaba remendando el uniforme del marido. La que me ayudaba a hacer los deberes de la escuela con una mirada que me pedía algo que yo no entendía. Pero igual, yo la miraba.
Un día nací yo y en mis pequeñas piernas mi madre marcó con fuego los primeros atisbos de la rebeldía. Yo, la que corrió rápido cuando un tío borracho quiso acorralarla contra la pared. A la que le temblaron las rodillas pero no la mirada que le sostuvo al padre sabiendo que igual, igual, venía la cachetada por contestataria. La que entendió que cuando la madre le ayudaba a hacer los deberes de la escuela con una mirada que pedía algo, le estaba diciendo “no seas como yo”. La primera que le vio las lágrimas. Y la última que las secó. La que sentada en la cama el domingo que el barrio se amaneció con una vecina muerta (“crimen pasional” dijeron los medios) no se dio cuenta que el espejo de la repisa la retrataba. Levantó la vista, y yo la miraba.
Un día nació mi hija y yo entendí que no habría otros brazos para acunarla que no fueran los que se forjaron en la fuerza. La que con la fuerza de sus brazos se apoyó para caminar por primera vez, levantó la bicicleta que tantas veces se le cayó, dio el portazo del adiós a ese que ya no quiso oír un “no”, sostuvo a la hermana que abortó, se dobló de muerte y se fue en el suspiro. La que abrazó a los chicos y a las chicas, porque tiene amor de sobra para todos. La que me tuvo que explicar que la e, la x, la @ y demases eran más que letras, que ese era el nido tibio donde se amuchaban todes aquellxs que son sus amor@s. La que me dijo que el miedo iba a cambiar de lado, y me grafiteó un “Ni Una Menos” en una remera vieja, e hizo una cruz de sal para ahuyentar la lluvia con esas frases que parecían dos espadas. Saliendo en manada por las calles de la ciudad, yo la miraba.
El día que nazca la hija de mi hija, llegaremos a ella todas las que salimos que salimos que salimos del cuerpo, de la sangre, del sudor y las lágrimas de esa primera que ni siquiera nombro hoy. La hija de mi hija, la que llegará a reírse de la vergüenza. La que sabrá que no hay lucha si no es de la mano de todas las otras. La heredera orgullosa de nuestros vientres. Ese será el día en el que habremos logrado la verdadera liberación. Y yo la miraré.
Foto: Marian Sánchez - Marcha del #8M en Mendoza